domingo, 1 de mayo de 2016

Hoy no gritaste,

bueno, no gritaste porque lo dices tú, igual que el racista que no es racista porque lo dice él. A pesar de que pude oírte desde la trasera del patio dirigirte a mí desde la otra punta de la casa, no estabas gritando. A pesar de que los vecinos de tres casas a la redonda pudieran oírte, no estabas gritando.

Porque lo dices tú, claro.

Y callo, porque alguien debe parecer cuerdo delante de la infancia que mira y aprende. Callo, a pesar de que el viejo ardor de estómago y las palpitaciones en la sien marcan el inicio de un nuevo ataque de ansiedad. Callo.

No, no callo. Te digo que me tengo que ir inmediatamente, porque no puedo estar allí en esas condiciones. Entonces vuelves a gritar... para decirme que no me estás gritando. Siento que me mareo. Me estás matando, te odio por ello.

Sí, te odio con todas las letras. Con cada ápice de un ser que una vez te amó y que usaste (y usas) como un trapo en el que enjugar tus frustraciones.

Igual soy injusto. Seguro que tienes tus motivos. Al fin y al cabo, debes vengar en mi persona cada afrenta cometida por alguien que se parecía a mí contra alguien que se parecía a ti. Es culpa mía por nacer varón. Por nacer europeo. Es culpa mía el que no quieras controlar tus ataques de ira, es culpa mía el que hayas recurrido a varias formas de violencia.

Es culpa mía el que haya un atasco en una autopista a 200km de distancia.

Es culpa mía, por existir.

Cómo te odio.

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