Los huesos ateridos tras el inv(f)ierno interminable, Leopoldo volvió a otear el horizonte. De nuevo, nada. Nada, salvo la sombra de una esperanza que, de exígua, podía llamarse inexistente.
Pero seguía mirando. Buscando.
Los grajos habían cesado en sus burlas para empezar a tenerle pena. Él ya no sabía qué era peor. Al menos, con la burla, podía responder con un rugido.
Los animales habían dejado de venir a hacerle preguntas. Habían decidido que, o era un idiota por la autonegación que no era elección propia, o estaba esperándolos a uno de ellos en particular para resumir su carnivorismo.
Al fin y al cabo, un leopardo es lo que es. Nadie se fía del leopardo vegetariano, por muchos años que pase triscando hierba.
Sólo deseaba ya una cosa. Saber cuándo iba a llegar ese momento final en que podría gritar ese nombre amado a los cuatro vientos a modo de adiós a las cimas nevadas. Había perdido toda esperanza, sin poder dejar de esperarla.
Una cueva en el pecho a manchas del que hiberna en la cueva.
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