lunes, 18 de abril de 2016

Tenía catorce años,

ella me sacaba año y medio, era de aquel país donde se dice "cabayyyo" y "boludo", mezzosoprano en el coro donde mi barítono se estreno con una mala traducción de Adeste Fideles y el Dindirindín (aún recuerdo las partes de bajo y tenor). Ella entró en mi cabeza de niño sin proponérselo, un escrache, pero de los bonitos.

Cada día contaba los minutos hasta el fin del interminable sermón y los cotilleos y formalidades posteriores que hacían de preludio al ensayo del coro, donde nuestras voces jugueteaban entre las demás, mis ojos buscándola a cada momento desde que entraba en aquella iglesia por la mañana.

¿Mencioné la palabra "boludo"? Pues éso, me enamoré como un boludo. Cientos de cartas le escribí, porque comunicarse frente a los oídos censores de la congregación era imposible. Pasaron semanas, meses, un año y medio de tortura.

Un día, con el coro en traje de baño en una playa de la otra punta de la Península, las sopranos y mezzos me empezaron a tomar el pelo (a chanssarse, ché). "Te gusta alguien y lo callas". Mientras ella insistía, yo estaba ruborizado hasta el cartílago. No pude más: "sí, eres tú". Tuve que salir, claro. A los pocos días: "lo siento, pero te veo como hermano en Cristo". Hay que joderse, mi primer planchazo ya es un triángulo.

Volvió a Argentina al año de aquello, no volví a saber de ella. Tuve un mal año.

No puedo seguir. Quizás otro día.

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