Asomado a la repisa frente a su cueva, Leopoldo contemplaba el asalto de la tempestad a su ladera. Rocas rodando pendiente abajo, copos por todas partes y la rabia de un invierno que se sabe derrotado tras el solsticio en cada ráfaga huracanada.
Una voz le sobresaltó:
- "Leopoldo, déjalo estar y vente conmigo", le conminó el viento del Norte.
Leopoldo dio la callada por respuesta a la letanía de miserias que el viento le anunciaba, de un futuro solo, de una vida arrojada a una apuesta perdida de antemano. Se dió media vuelta y, sigiloso como un fantasma, se refugió en lo más profundo de su cueva.
Había aprendido a hibernar. Allí era siempre verano y bailaba con su Tahr.
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