jueves, 11 de junio de 2015

Sita, Merck

Era una noche de aquella era en que todo el mundo vivía en el bosque y nadie vivía en ningún otro sitio. Los puntos de la Osa Mayor se mostraban en toda su gloria, siglos antes de ser eclipsados por semáforos, centros comerciales y farolas de calle y autopista.

Un par de ojos se asomaban a la noche de las llanuras desde el cobertor de piel que desdibujaba sus contornos, bebiendo los rugidos y gritos que se ofrecían por toda sinfonía.

Expectante.

¿Qué fue de él? Una semana había pasado desde que la montaña de carne y hueso de una horda de mamuts pareció haberlo engullido.

¿Seguía aún en el mundo de los vivos o caminaba ya con los espíritus de los que habían dado de su carne para nutrir a los niños del clan? ¿Se habría unido a otro clan, dejándola atrás?

Y la luna, como hiciera el sol, caminaba hacia su ocaso, pareciendo burlarse de su vigilia. Siete lunas y siete soles ya.

El crujir de un nudo en la fogata de la cueva a sus espaldas hizo coro con el de una rama seca a su izquierda. Un hacha de sílex con el mango adornado por sus nudillos de cazadora atrapó un haz de luna que, simultáneamente alumbró aquella cara que venía a visitarla cuando volaba en sus sueños.

«Aquí estoy», dijo aquel tan familiar timbre de voz que resonaba en su vientre cada vez que se asomaba a sus oídos.

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